RUBÉN PANETE

Acaba de llegar de los Balcanes tras un proyecto  que trata el paisaje del posconflicto y sobre las mesas de su estudio hay varios proyectos en proceso: “siempre trabajo en un espacio de saturación y no siempre se mantienen todos ellos. Lo próximo será retirarme un tiempo a Albania y Grecia, en cuanto sea posible: quiero escribir un ensayo ficcionado”, explica Rubén Panete (A Coruña, 1979). Es artista visual, creativo, director de arte y su trayectoria es el desarrollo de un intenso deseo de experiencia y conocimiento: “desde niño me recuerdo en esa inquietud y curiosidad. Toda materia que me permitiese interpretar y cuestionar lo real, lo que me rodeaba, mis sentimientos, sensaciones y circunstancias, era de mi gusto: la filosofía, la literatura, la pintura, la fotografía, las ciencias naturales con la microscopía, la historia de la física y la trigonometría, etc. Con doce años conseguí montar un laboratorio profesional de química en el desván de mi casa y me recuerdo siempre entre libros”, cuenta Rubén.

Panete recuerda también que durante los años en la Facultad de Arquitectura pasó más tiempo leyendo crítica y teoría de Arte en la biblioteca que en las clases. “Por ese entonces ya había reunido una serie de trabajos resultantes de la investigación en el medio fotográfico pero habíamos logrado dos proyectos en Arquitecturas efímeras que me encaminaron a la institución museística donde he trabajado en arquitectura, montaje y diseño de iluminación y coordinación de exposiciones, o como docente en actividades relacionadas con los estudios de la Imagen. He ido compaginando esas tareas con el trabajo en mi estudio”, explica Rubén.

En 2009 se trasladó de Barcelona a Berlín y comenzó a centrarse en sus proyectos, manteniendo también las tareas en investigación y docencia. “Llevo siete años caminando Europa: algunos de los últimos trabajos relacionados con esta necesidad nómada, pertenecientes a la serie Arquitecturas negras, son los que actualmente he expuesto en la sala de Barcelona del Museo de Arte Contemporáneo Gas Natural Fenosa”.

  • Rubén, ¿qué aspectos de tu trabajo son los que más te apasionan?
  • He podido vivir en diferentes países europeos, tengo un vínculo muy sentido con Alemania e Italia, pero también me siento en casa cuando llego a Zagreb, por ejemplo. Mi ex pareja es italiana y una de mis mejores amigas es alemana, en Tirana conozco a un hombre hermoso que me recibe con entrañable y sincera hospitalidad, he pasado noches conversando al calor de una tetera con el Señor Ibrahim en el frío invierno de Estambul. Cuando se ama una amistad o una pareja sentimental se intenta también aprender su lengua, y cuando se ama esa lengua y en esa lengua algo se abre en esa tierra en la que estás viviendo pero, sobre todo, algo sucede en tu interior, es una puerta al conocimiento y experiencia de un nuevo mundo o una nueva forma de interpretar el mundo: a mayores puertas abiertas, mayor intensidad de experiencia. Este comportamiento nomádico ha sido y es para mí liberador: soy fruto de un intercambio europeo, mi identidad es Europa. Para poder realizar mi trabajo según mis inquietudes tuve que elegir entre el intento de una vida acomodada, más o menos segura, o el arrojarse a un espacio que es suma diaria de incertidumbres: habitar ese lugar de la posibilidad es un aprender todos los días, y ese aprendizaje de la experiencia es lo que siempre he deseado. Mi trabajo es principalmente eso.
  • Estás exponiendo tu obra Arquitecturas Negras en Barcelona, ¿en qué consiste esta muestra?
  • Arquitecturas negras ha supuesto regresar al paisaje de mi infancia después de haber constatado el presentimiento de que mucho de ese primer paisaje es parte significativa de lo que pretendo cuando camino Europa. De manera que he intentado retratar que esta tierra baldía “no es tanto la ruina cuanto la ausencia”, como bien escribe Fernando Castro en su texto para la exposición.

Arquitecturas negras es una serie que lleva el color del luto, en la que sin melancolía ni romanticismo pretendo una serenidad aquí donde hay una herida. He estudiado, bocetado, fotografiado y reinterpretado al ordenador estas “arquitecturas intrascendentes”, que corresponden a lugares industriales, casas baratas o casas de los trabajadores, bloques prefabricados de hormigón, arquitecturas racionalistas o las nada intrascendentes del “Ventennio” italiano; todas ellas arrojadas a dos momentos concretos de luz: la de la muerte al cubrirlas la noche, y la del nacimiento al volver a nacer la luz en la aurora. Miradas con cariño como si fuesen un bloque pétreo erosionado (un peñón marino, un corte en una mina de pizarra en la profundidad de la tierra), un elemento vestigial que atesora una información que es tiempo y herida. “Hay lágrimas en las cosas y lo mortal conmueve el alma” era ya la Europa de Virgilio, tiempo, herida y cicatriz en los pasos del caminarla con profundo amor y esperanza: avanzar en lo físico para lograr un ritmo de pensamiento y emoción que destella en instantes de plenitud, estricto desvelamiento.

  • ¿Qué trabajo ha marcado para ti un antes y un después en tu trayectoria?
  • En la sala Barcelona del MAC que alberga la exposición, hemos ubicado como primera pieza un ortaedro de grafito que nace de una necesidad que siento desde hace años y en la que llevo tiempo trabajando: la materia antes que la imagen. En su diseño original, esa piedra negra lleva ocultos en el muro que la sostienen unos buriles que la van erosionando en distintos ejes, de modo que el tiempo expositivo es propiamente un proceso erosivo. El polvo negro, resultante de la fricción del instrumento con el elemento, cae al suelo manchando la pared. Cuando termine la exposición, meteré en una urna ese polvo negro y lo volveré al silo de donde salió, a la escombrera de una mina o lo esparciré desde un acantilado para que regrese al tiempo de una siguiente generación. Esta obra es la resultante de un deseo que es necesidad y creo que marca, según tu pregunta, un antes y un después.

También, y entre otras, la experiencia de caminar por primera vez los ghettos de Ferentari y Rahova en Bucarest han significado un punto de inflexión.

  • ¿Y qué o quién ha sido la influencia más importante para tu trabajo?
  • Subo el Etna con una fuga de Bach en mente, me tropiezo con una pequeña piedra negra y esa piedra puede llegar a ser más significativa que todo el volcán. Mientras observo una casa barata en un barrio popular de Reggio Calabria puedo estar pensando en los Borrachos de Velázquez y cuando por primera vez me emocioné con el dórico del Valle de los Templos del Agrigento tenía una línea de la banda sonora de la Sicilia de los Straub constantemente en los labios. El barrio de Praga en Varsovia me parecía un lugar perfecto para Matta-Clark, algunos lugares en Sarajevo me remiten a Ezra Pound y cuando atravieso Alemania u Holanda en tren lo hago acompañado del ritmo del Europa Endlos de Kraftwerk. Muchas zonas de Los Balcanes las he visto a través de la mirada y las citas de Godard, en Albania la luz me recuerda el vitalismo de Whitman. Hay una obra de Bruce Nauman que me gusta muchísimo y me recuerda a mi infancia en As Pontes. Hay cuadros de Bacon que me acompañan en muchas travesías. Y así podría seguir, pero creo que puedo resumir diciendo que todo puede ser significativo y en esta experiencia de la saturación me brota una natural y espontánea intensidad de vivir y sentirme parte de una Historia.
  • La arquitectura, el paisaje y el urbanismo son los principales campos de tu trabajo, ¿qué fue lo que te llevo a trabajar en ello?
  • Es parte de mi formación académica pero sin lugar a dudas pertenece a un primer momento en el que las ansias de aventura y conocimiento me llevaban a caminar entusiasmado descubriéndome a mí mismo mientras descubría el espacio. Ha sido As Pontes la que me ha ofrecido uno de los más intensos vínculos con el paisaje, la arquitectura y el urbanismo.
  • En As Pontes has vivido tu infancia, ¿qué vinculación tienes con el pueblo minero?
  • Viviendo en Berlín me pregunté cómo por qué me aventuraba a la búsqueda de arquitecturas industriales como silos, viejas fábricas o torres de agua, por ejemplo. Por una parte están esas fotografías de los Becher que tanto me gustan pero entendí que la fascinación por la torre o la nave industrial nace más bien de una primera experiencia en su fisicidad: en una de las fachadas de la que, durante mi infancia, fue mi casa en As Pontes, había un gran ventanal cuya vista era principalmente una torre de agua (la de la depuradora en el Riego del Molino); en la fachada opuesta tres grandes ventanales enmarcaban una vista sobre toda la central térmica, incluyendo el parque de carbones. En mi camino al colegio pasaba al lado de otra torre de agua, en el Poblado de As Veigas. Pasé los veranos de mi niñez fuera de As Pontes, en la casa familiar que es la casa de mis abuelos, pero las otras tres estaciones de las obligaciones educativas le correspondían a la negrura salpicada de «oasis verdes» del paisaje minero pontés. Esa negrura, esa tremenda herida, me ha marcado profundamente y siempre me ha parecido terriblemente bella. Jugué entre los restos de los sondeos, en los espacios de la erosión, en las moribundas arquitecturas de Enfersa: la primera vez que entré en una de sus naves la luz se filtraba por entre las celosías de un espacio inmenso a triple altura. Fue un momento soberbio de esplendor industrial, mi primera catedral: lo único semejante en todos estos años ha sido una visita casi en soledad a Hagia Sophia en Estambul. También las arquitecturas de los poblados ponteses han condicionado mi visión de la arquitectura popular.

Hace unas semanas he estado en Vukovar, Croacia. Tras ser sitiada por los serbios fue la primera ciudad en ser totalmente destruida tras la segunda guerra mundial. Quedaron en pie pero llenas de metralla tan solo unas pocas casas. Me interesan los procesos de duelo y de recomposición, de eso hablé con alguno de sus habitantes. Creo que hay algo de eso también en As Pontes: parece que el pueblo necesita “curar, recuperar, lavar” una realidad -y un símbolo- sin la que ya no se puede entender la historia y actualidad de la villa: su mina a cielo abierto. Cuando vi las primeras obras para realizar el lago pensé en los primeros versos de T.S. Eliot para su The Waste Land: “Abril es el mes más cruel”. En ese momento en el que algo vuelve a brotar, en ese “volver a florecer”, yo notaba en falta la negrura de la mina.

Es curioso que toda la exposición de Arquitecturas negras esté realizada bajo en nacimiento y la muerte de la luz: solo dos fotografías han sido realizadas en una luz dura de la tarde y las dos fueron tomadas en As Pontes: una casita del Poblado das Veigas con la chimenea al fondo y una toma de gran formato del Lar. La arquitectura del Lar siempre me ha maravillado: para resolverla decidí eliminar ese añadido en la cubierta y dejar brillar el blanco en la luz de esa hermosa tarde pontesa. En Vukovar mantienen una bombardeada torre de agua como símbolo, en As Pontes entiendo que ese elemento para la memoria puede ser una vieja y enorme excavadora. Ojalá se mantenga.